20 de julio de 2009

A Rosalinda: Escribo Cartas Que No Envio


Vivía en el octavo piso a escasos pasos del ascensor y a millones de años luz, de su amor no correspondido. Se levantaba cada mañana a tomar el café sin lavarse los dientes y despeinado. Ah, eso si, se miraba al espejo, para ver si aun se reconocía, o si su cintura había incrementado algunas pulgadas de más, ya que la noche anterior a raíz de su ansiedad compulsiva, se vio obligado a pecar con un pedazo de torta de chocolate y helado de vainilla. Pasaba ambas manos por el perfil de su rostro, para decidir si afeitarse ó no esa mañana. En silencio, caminaba hacia la cocina, descalzo y sin camisa. Al no ser dotado con un cuerpo espectacular le daba igual llevarla ó no, al fin y al cabo lo mas grande que llevaba, no era fácil percibir a simple vista, lo llevaba por dentro, camuflaje hado entre huesos y su propia carne, era su corazón y aun latía; para él era más que suficiente.

Mientras colaba el café, leía el diario, esperaba que un buen día, ella intentara enviarle un mensaje, una señal, ó un grito de amor en clave a través de ese diario; difuso entre noticias, eventos sociales y porque no el obituario. Se aferraba por las uñas a la eterna llamarada que resguardaba el cristal de su quinqué interior. Depositando en las vueltas de la vida, el camino que lo llevara al encuentro con su amor no correspondido, no perdía la fe, seguía enamorado y escribiendo las cartas que nunca se atrevía a enviar. Cada carta encerraba un día más de su vida, sin que ella estuviera presente. La imaginaba de mil maneras, pero siempre con él, nunca lejos, nunca distante e indiferente a sus sentimientos. En una ocasión le escribió: “Hoy desperté y me dolió hasta el tuétano. Darme cuenta que no fue real el tenerte aquí, me desarmo y me quede sin defensas al entender, que fue que te soñé y en esta disparatada realidad, no reconcilio tu lejanía y mis ganas de tenerte siempre cerca. Te me escapas entre sueños y no logro alcanzarte, pero te juro que no descansare hasta que pueda con mis cinco sentidos lograr que te materialices ante mí; aunque sea en la víspera ó el lecho de mi muerte. Me desconozco, y solo entiendo realmente quien soy, cuando te pienso conmigo. Eres de la fibra y el material de todos mis sueños, convertido en un puñado de estrellas en mi firmamento liquido. No existen los sueños sin ti.”

Terminó su café y se dispuso a sentarse frente al computador cuando escucho el teléfono sonar, vaciló, y no contesto. Se sentó mirando fijamente la pantalla del computador, como esperando alguna señal que lo incitara al deseo incontrolable de escribir una más de las cartas que él sabía nunca enviaría. Ó quizás sí, solo cuando su cobardía le permitiera ponerle estampillas y echarlas al buzón. Más de una vez se ha preguntado porque continúa escribiendo cartas que no cambian de espacio ni tiempo. Se quedan suspendidas en el vació, como el te quiero que alguna vez pronunció, y que no tuvo replica; luego cayó de sus labios y se quebró en mil pedazos. Volvió a sonar el teléfono, esta vez contestó, era ella; su amor lejano y cercano a la vez, que desafiando al destino y los millones de años luz que los separa, se acerco hasta su galaxia para acortar la distancia abismal impuesta por el destino.

Se quedó mudo, al otro lado del auricular se escuchaba una voz diciendo, ¿hola, hola Fermín, estas ahí? ¿Me escuchas?, mientras sus inseguridades le ganaban la batalla, la voz femenina le decía, soy yo, tu vecina, vivo a dos puertas de ti. En menos de un segundo, corrieron miles de cosas por su cabeza, esto es imposible, me lo estoy imaginando, pellízquenme porque me muero. Fermín continuaba en silencio hasta que escucho el timbre de la puerta sonar, en ese momento volvió de golpe a su galaxia terrenal y contestó: Hola, disculpa no se que le sucedió al teléfono, creo que es tiempo de cambiarlo. En sus adentros pensó, Fermín eres un menso. Le pidió que por favor lo esperara que alguien tocaba su puerta. Luego corrió hacia la puerta y pregunto quien era, la voz al otro lado le contesto, soy yo José, abrió la puerta y corrió nuevamente hacia el teléfono donde aun lo esperaba su vecina, para decirle que por equivocación el cartero dejo parte de su correspondencia en su buzón y simplemente quería dársela. Una vez más, se escucho silencio absoluto. Fermín completamente mudo. ¿Fermín, estas ahí?, preguntó. Fermín pidió disculpas una vez más y le dijo que pasaría a buscarla dentro de un rato. Le dio las gracias y colgó el teléfono.

Mientras tanto José había entrado y estaba sentado en el sofá observando la cara de tonto de Fermín, sin decir ni una palabra. Después de varios segundos logró aterrizar y pisar tierra firme. ¿Te encuentras bien?, pregunto José.

Fermín exaltado contesto, no sabia que estabas aquí, disculpa. José un poco confundido le dijo, pero tu me dejaste pasar, abriste la puerta. ¿Estas seguro de que estas bien?

Si, contesto Fermín, claro que si. Era mi vecina.
¿Tu vecina?, ¿tu musa? ¿A la que le escribes las cartas que no tienes el valor de enviar?, ¿la que esperas a diario sentado en el banco del parque para verla pasar sin que ella sepa que estas muerto en vida por ella? ¿La autora intelectual de tu demencia incurable?

¿Cómo conquistar lo inconquistable? dijo Fermín en un suspiro. ¿Cómo pretendes conquistar a esa mujer, si ni siquiera tienes el valor de mandarle las cartas, por temor a que descubra que eres tu quien se las envía?, preguntó José.
Lo sé, soy un cobarde, dijo Fermín con la voz entristecida. Al menos tienes el valor de admitirlo, ¿a caso sabes su nombre? preguntó José.

Si, se llama Rosalinda, vive a dos puertas de mí, y su sonrisa me mata. No come carne roja, le encantan las frutas, no tolera la lactosa y le fascinan las flores. José sorprendido ante la respuesta, le pregunta con mucha curiosidad, ¿como es que sabes tanto de ella, si ni siquiera le diriges la palabra?

La observo cuando me la encuentro en el supermercado y camino detrás de ella sin que apenas se de cuenta, apenas se distrae, le dejo un ramo de flores con una nota escrita de mi puño y letra diciéndole: “aunque estemos a millones de anos luz uno del otro, el universo siempre es mi cómplice, pues le permite a mi corazón quererte de lejos hasta el cansancio, sin correr el riesgo de hacerte daño”. Eres un caso perdido Fermín. No José, soy simplemente un idiota, crucificado en el son del tiempo y muriendo un poco más cada día entre cartas, sobres y estampillas. Las cartas que le escribo a diario, son solo un síntoma o más bien un reflejo de algo mucho mas grande que yo; créeme cuando te digo que no hay salvación en este calvario.