30 de agosto de 2011

El Sombrero Vueltiao



Compré mi sombrero Vueltiao en una feria frente al mar, allá en Puerto Colombia. Era un día hermoso, de esos que guardas en la memoria y duran una eternidad. 

Se escuchaba la algarabía de los niñitos corriendo por el malecón, los vendedores ambulantes vociferando pregones. Y yo caminaba sola en medio de la muchedumbre sin perder de vista la inmensidad del mar. Las pequeñas barcas ancladas mientras se abandonaban ante el vaivén del mar, me derribaron mis paredes y pensamientos rígidos. La libertad que atravesó todo mi ser, le dio paso al oxigeno que reclamaban mis pulmones.  Respiré, finalmente respiré.  Estaba feliz de estar allí, en un lugar donde no me conocían, ni yo conocía a nadie.  Fue empezar de nuevo, darme la oportunidad de mirarlo todo como si mirase un lienzo en blanco, sin ideas preconcebidas, ni historias que vinieran al recuerdo lanzándome una vez mas a la soledad de la que estaba escapando.


Caminé por el malecón con dejadez, sin prisa, nadie me esperaba.   Pretendía quedarme allí hasta que llegara el atardecer.  Me gustan los atardeceres.   Paré en cada una de las tienditas de toldos azules que adornaban el malecón.   Vendían, ropa, collares, hechos a mano por los artesanos locales.   Bajo otros kioscos ofrecían dulces, frutas, jugos y una deliciosa agua e’ panela, que para mi es lo mas delicioso en esta vida.  Fue lo que me alivió del calor.
Me nutrían el aire libre, los olores, los sabores, la música.  Escuché una canción de Iván Villazón.  Cantaba un vallenato nostálgico que despertó en mis sentimientos de un pasado no lejano, que en vez de entristecerme me hizo sentir en paz.   

Recordé a Vicky y las historias que me contó tantas veces, cuando iba de paseo a la casa de sus padres en Puerto Colombia, de su infancia llena de alegría y libertades que solo este lugar le permitía experimentar. Yo no recuerdo que mi infancia fuese así; curiosamente, no tengo memorias de mi niñez antes de los cinco años.  A menudo pienso que existe algo que mi mente no quiere, ni se atreve a recordar. Quizás sea esa la respuesta a tantas preguntas en mi vida.
Continúe mi rumbo por el malecón entre la gente y su bullicio, hasta que llegué a un toldo azul un tanto retirado de los demás. Estaba lleno de sombreros.  Una anciana que se llamaba Mykaela, me preguntó si me gustaría probarme alguno, pero le dije que no me veía bien con sombreros. 
—Ande mamita, pruébese uno, — me dijo, sin compromiso ninguno. 
Me senté en una banqueta frente al espejo, y Mykaela me trajo sombreros de todos los tamaños, colores, y estilos, pero a mí el que me gustó fue el sombrero vueltiao.  Quizá porque se veía bien con mi vestido blanco, o porque me llamó la atención su clásica elegancia.  Al mirarme, con el sombrero puesto sentí que me transportaba a otro tiempo. Fue una sensación casi mágica.  Le pregunté a Mykaela si me veía bien, y me dijo:
—Ay mamita,  ese sombrero estaba hecho pa’ usted, a su medida.

 Me sonrió y ví un brillo en sus ojos que me convenció. Ni siquiera negocié el precio, en realidad me quedaba divino y decidí — me lo llevo!
Me puse mi sombrero vueltiao y salí contoneándome al ritmo del acordeón que tocaba un anciano. Me miraba sentado en un taburete brindándome una sonrisa ausente de dientes y llena de una esperanza tardía.  Me quité las sandalias, anudé mi vestido largo y caminé por el caliente asfalto, alejándome del malecón y la algarabía.  Me detuve frente al muelle de piedras, era como un escalón, que me cedía el paso al mar. Rompían las olas justo donde yo estaba. A  poca distancia, había una pequeña barca amarrada, a la orilla del muelle..  Quise subirme a ella, pero tuve miedo y me senté tranquila, sobre las piedras con mi sombrero vueltiao, a esperar el atardecer.